martes, 26 de agosto de 2008

La que más te ama













No se si soy una buena madre, creo que nunca lo sabré, pues nadie puede determinar con certeza sobre algo tan opinable, pero de lo que sí estoy segura es que te adoro como nadie, que te quiero más que a mi vida misma, pues tú eres mi vida, eres mi todo, mi razón de ser. Y cómo no amarte? Si eres la prueba auténtica del gran amor que nos tenemos tu papito y yo, si eres parte de mi carne, si te abrigaste nueve meses en mis entrañas. ¿Cómo no amarte, si tienes la carita más dulce, si tus lindos ojos pardos ejercen tal magnetismo que logran encandilar a cualquiera que tenga el privilegio de mirarte?

Tu trato con este mundo se inició hace unos pocos meses atrás. Los días previos a tu llegada estuve hecha un manojo de nervios. Confieso que fui cobarde y tuve miedo de enfrentarme a aquella dimensión desconocida llamada parto natural. Creo que fue esa la razón por la que mi presión arterial me jugó una mala pasada y, justo unos días antes de tu anunciada llegada, me advirtieron que debía pasar por el quirófano para tenerte.

Los días más largos de mi vida fueron aquellos que pasé echada en una cama de hospital. Me sentía impaciente, turbada, ansiosa de que aquella espera acabara lo más rápido posible para poder estrecharte en mis brazos y por fin ver la luz de tus ojos. No lograba concentrarme en nada, me daba pavor el pensar que pudiera ocurrirte algo, y todo por no estar físicamente bien. No me hubiese perdonado si te llegaba a pasar algo, y eso me intranquilizaba cada vez más.

El día D llegó sin mayores aspavientos. Nuestro encuentro se retrazó por culpa de un herido de bala a quien el médico de turno tenía que atender y, de acuerdo a sus prioridades, primero estaba él que nosotras. Los nervios se apoderaban de mí conforme se movían las agujas del reloj. Contrario a lo que esperaba, ver a tu padre cerca hacía aumentar mi nerviosismo. Una parte de mí deseaba que él estuviera conmigo, pero había otra que lo rechazaba, pues la incertidumbre y el temor que reflejaban su rostro me asustaban. Empujó la silla de ruedas hasta pocos metros antes de la sala de operaciones. Yo no podía hablar por la emoción y los nervios, y él no se atrevía a mostrarme el rostro por temor a que yo viera las lágrimas que lo invadían. Trató de darme fuerzas a través de un Te Amo, pero en ese momento sus palabras no surtían ese efecto en mí.


Con la esperanza de que al retornar seamos físicamente tres, recorrí con ilusión el corto espacio que me separaba de tu padre y la sala de operaciones. En todo momento trataba de tranquilizarme pensando en que por fin te vería y, gracias a Dios, poco a poco esos pensamientos me fueron aquietando. Cuando la anestesia iba causando mayores efectos en mi cuerpo, por fin llegaste tú, sellando con broche de oro miles de horas de espera, acabando con los momentos de zozobra, y confirmando que había valido la pena esperar tanto, con tal de disfrutar del privilegio de tenerte tan cerca. Nos mantuvieron alejadas por más o menos siete horas, mientras yo me recuperaba de todo lo que había pasado, y tú empezabas a adaptarte a este mundo que tu papito y yo quisimos que también fuera el tuyo.


La segunda vez que nos vimos no fue en las mejores condiciones, pero al menos sirvió para que nos fuéramos conociendo. Me sentía desesperar al verte llorar sin saber exactamente qué hacer. Mi instinto me llevaba a alimentarte, pero al parecer tú con cada sollozo preferías recordarme mi inexperiencia en esas prácticas. Fueron dos días los que pasamos así en aquella habitación del hospital, contando la noche que pasé literalmente sentada porque tú preferías seguir llorando.


La mañana del domingo llegó con la grata noticia de que nos iríamos a casa. No veía la hora de que estuviéramos juntas con tu papito, y eso ocurrió en la tarde. Fui dichosa al llegar contigo al lugar en el que tantas veces te había esperado. Fue así como me convertiste en la mujer más feliz, y fue así como llegaste a completar mi vida, mi niña linda.

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