Es común escuchar que los peruanos padecemos una severa crisis de valores, lo que ha motivado que en muchos países no nos vean con “buenos ojos”, porque nos consideran muy amigos de lo ajeno. Quizás tengan algo de razón, aunque me inclino a pensar que, en muchos casos, esta imagen que tenemos en el extranjero obedece a pura discriminación.
No intento tapar el sol con un dedo, ni mucho menos, evadir una triste realidad, pues si la crisis de valores no se hubiera enquistado en nuestra sociedad como un resistente virus, los buenos peruanos –que afortunadamente son muchos- no verían hasta con asco imágenes tan decadentes de, por ejemplo, nuestros políticos (expertos en hacer de las suyas para sacarle la vuelta al pueblo que los eligió). O no serían testigos de cómo algunos malos policías han convertido a la coima en su principal arma de trabajo, o a muchos jueces que con su corruptela nos recuerdan que a veces la balanza se inclina por el lado donde colocan más billetes.
Pero si hay peruanos que enlodan nuestra imagen, también hay que reconocer que existen personas respetables que con sus acciones nos ofrecen mil razones para seguir creyendo en nosotros mismos, en nuestro potencial…en nuestro país.
No voy a hablar de personajes ilustres que protagonizan grandes hazañas que dan la vuelta al mundo y que son merecedoras del elogio de todos (y la envidia de muchos). Quiero referirme a los actos simples, intrascendentes, aquellos que se dan en el día a día, cuyos protagonistas son personas comunes como usted o como yo.
Lo voy a hacer a través de una experiencia personal y cuyo final mereció que un amigo irónicamente comentara: “¡y cómo dicen que no hay gente buena!”.
Ayer tomé un taxi en las inmediaciones del hospital Regional Docente hacia el centro de la ciudad. No encontré a la persona que buscaba, y fue ahí que me percaté que no tenía el celular en la mano. Lo busqué sin éxito en mi cartera, hasta que recordé que lo había olvidado en el taxi.
Llamé a mi celular, y en pocos segundos me contestaron. Contrario a lo que podría esperar, el taxista, solícitamente, se ofreció ir a dejarlo hasta donde yo estaba. No sé por qué, pero le creí, a pesar de que unos amigos me dijeron que todo era en vano, que el taxista jamás llegaría.
Algo en mi interior me decía que sí lo haría, pero la razón por poco y me traiciona. Los minutos de espera se hicieron bastante largos. Ya ni recordaba la cara del taxista, sólo recordaba que el carro era amarillo (ja!, con los miles de ese color que circulan por Trujillo).
Pasaron 15 minutos y, ante los ojos incrédulos de los que me acompañaban, un taxi amarillo se estacionó, y el taxista me entregó el celular. Así sin más preámbulos, sin exigir nada a cambio.
Esto que para algunas personas podría resultar una acción correcta, para muchas no lo es. Tengo que confesar que me sentí feliz, no por haber recuperado el móvil, sino porque no me había equivocado, porque mi instinto no me había fallado al creer en la palabra de un extraño.
De él sólo se que trabaja en las afueras del hospital Regional Docente, pero ayer se encargó de darnos una lección a los que fuimos testigos de su acción, de recordarnos que no todo está perdido, que somos seres humanos y que debemos ayudarnos, sin esperar nada a cambio.
No intento tapar el sol con un dedo, ni mucho menos, evadir una triste realidad, pues si la crisis de valores no se hubiera enquistado en nuestra sociedad como un resistente virus, los buenos peruanos –que afortunadamente son muchos- no verían hasta con asco imágenes tan decadentes de, por ejemplo, nuestros políticos (expertos en hacer de las suyas para sacarle la vuelta al pueblo que los eligió). O no serían testigos de cómo algunos malos policías han convertido a la coima en su principal arma de trabajo, o a muchos jueces que con su corruptela nos recuerdan que a veces la balanza se inclina por el lado donde colocan más billetes.
Pero si hay peruanos que enlodan nuestra imagen, también hay que reconocer que existen personas respetables que con sus acciones nos ofrecen mil razones para seguir creyendo en nosotros mismos, en nuestro potencial…en nuestro país.
No voy a hablar de personajes ilustres que protagonizan grandes hazañas que dan la vuelta al mundo y que son merecedoras del elogio de todos (y la envidia de muchos). Quiero referirme a los actos simples, intrascendentes, aquellos que se dan en el día a día, cuyos protagonistas son personas comunes como usted o como yo.
Lo voy a hacer a través de una experiencia personal y cuyo final mereció que un amigo irónicamente comentara: “¡y cómo dicen que no hay gente buena!”.
Ayer tomé un taxi en las inmediaciones del hospital Regional Docente hacia el centro de la ciudad. No encontré a la persona que buscaba, y fue ahí que me percaté que no tenía el celular en la mano. Lo busqué sin éxito en mi cartera, hasta que recordé que lo había olvidado en el taxi.
Llamé a mi celular, y en pocos segundos me contestaron. Contrario a lo que podría esperar, el taxista, solícitamente, se ofreció ir a dejarlo hasta donde yo estaba. No sé por qué, pero le creí, a pesar de que unos amigos me dijeron que todo era en vano, que el taxista jamás llegaría.
Algo en mi interior me decía que sí lo haría, pero la razón por poco y me traiciona. Los minutos de espera se hicieron bastante largos. Ya ni recordaba la cara del taxista, sólo recordaba que el carro era amarillo (ja!, con los miles de ese color que circulan por Trujillo).
Pasaron 15 minutos y, ante los ojos incrédulos de los que me acompañaban, un taxi amarillo se estacionó, y el taxista me entregó el celular. Así sin más preámbulos, sin exigir nada a cambio.
Esto que para algunas personas podría resultar una acción correcta, para muchas no lo es. Tengo que confesar que me sentí feliz, no por haber recuperado el móvil, sino porque no me había equivocado, porque mi instinto no me había fallado al creer en la palabra de un extraño.
De él sólo se que trabaja en las afueras del hospital Regional Docente, pero ayer se encargó de darnos una lección a los que fuimos testigos de su acción, de recordarnos que no todo está perdido, que somos seres humanos y que debemos ayudarnos, sin esperar nada a cambio.