martes, 9 de septiembre de 2008

Nuestro primer año




Casi sin darme cuenta ya han pasado 12 meses desde nuestro primer encuentro en aquella pequeña sala de hospital. Si no fueran por las cientos de fotos que tengo de cada momento de tu primer año diría que acabas de nacer. Pero no, tengo que aceptar que ya tienes un año y haz dejado de ser esa bebe que aún adormecida besé en la sala de partos. Ahora eres, como muchos dicen, una pequeña niña, una inquieta y vivaz nena.

Contrario a lo que pensaba en un primer momento, tu primer cumpleaños lo celebramos con todo y con todos. Lograste que muchos viajaran desde lejos sólo para pasar contigo ese primer aniversario, incluso, hiciste que mi única hermana pasara su cumpleaños número 15 encerrada en el bus que la retornó a Piura. Pero sabes que eso no les importó, pues más importante era acompañarte ese día, y tú no defraudaste a nadie. Disfrutaste como pocos tu primera fiesta de cumpleaños y, bailaste –muy a tu manera- hasta que te cansaste.

Verte feliz aquella tarde fue la mejor recompensa que me pudiste dar en este primer aniversario, que no sólo es tuyo, sino también mío, pues desde hace 12 meses soy dichosamente responsable de tu existencia.

Estos 12 últimos meses han sido los mejores. Me has hecho descubrir esa parte sensible que creía no tener, y tengo que reconocer que más de una vez he llorado de felicidad, al saber que tengo conmigo a lo más lindo del mundo, que con menos de un metro de estatura parece un ser gigante que logra cambiar todo a su alrededor.

Una de las cosas que me encanta es descubrir que haz aprendido a esperarme, pues cuando regreso del trabajo no hay nada mejor que escuchar tu risa cómplice, que me asegura que también estás ansiosa por ese reencuentro. Y esos momentos son perfectos y se vuelven más cálidos cuando tus pequeñas manitos tocan mi cara. Y entonces, cómo no sentirme feliz con todo esto?, Cómo no agradecer a Dios por tu existencia? si eres lo mejor y más grande que tengo.

Se que no paso contigo todo el tiempo que mereces, pero en todo momento intento darte lo mejor de mi para que no sientas tanto mi ausencia. Trato de estar contigo lo más que puedo, de disfrutar cada uno de tus logros, como cuando empezaste a sostener tu cabecita y no querías que te mantuviera mucho tiempo acostada o ahora que intentas –cada día con mayor éxito- pararte solita y dar tus primeros pasos.

Estas pequeñas cosas son las que ahora llenan mi vida de alegría, aunque la felicidad completa se da cuando con esa peculiar forma de nombrar las cosas me llamas “Mamá”. Es una sensación indescriptible, una mezcla de orgullo, felicidad y amor desbordante, y esos segundos se vuelven los más importantes, y no dejo de animarte a que vuelvas a repetir esa pequeña palabra con la que te adueñas de mi voluntad. Se que a lo largo de tu vida la mencionarás sin cesar, pero déjame disfrutar estas primeras veces. Permíteme deleitarme con cada uno de tus diarios descubrimientos, déjame sentirme niña otra vez y volver a descubrir el mundo contigo.

No sabes lo feliz que me haces cuando logras salir victoriosa de esos pequeños obstáculos que te tiene preparados la vida, pero que en tu mundo se convierten en verdaderas hazañas. Soy feliz cuando me percato de tus arrebatos de independencia, de tu seguridad, de tu amor propio, incluso de tu vanidad; sobretodo, cuando pides que te premien con aplausos por lo que haces. Y es que así eres tú, deliciosamente encantadora.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Aún hay gente buena

Es común escuchar que los peruanos padecemos una severa crisis de valores, lo que ha motivado que en muchos países no nos vean con “buenos ojos”, porque nos consideran muy amigos de lo ajeno. Quizás tengan algo de razón, aunque me inclino a pensar que, en muchos casos, esta imagen que tenemos en el extranjero obedece a pura discriminación.

No intento tapar el sol con un dedo, ni mucho menos, evadir una triste realidad, pues si la crisis de valores no se hubiera enquistado en nuestra sociedad como un resistente virus, los buenos peruanos –que afortunadamente son muchos- no verían hasta con asco imágenes tan decadentes de, por ejemplo, nuestros políticos (expertos en hacer de las suyas para sacarle la vuelta al pueblo que los eligió). O no serían testigos de cómo algunos malos policías han convertido a la coima en su principal arma de trabajo, o a muchos jueces que con su corruptela nos recuerdan que a veces la balanza se inclina por el lado donde colocan más billetes.

Pero si hay peruanos que enlodan nuestra imagen, también hay que reconocer que existen personas respetables que con sus acciones nos ofrecen mil razones para seguir creyendo en nosotros mismos, en nuestro potencial…en nuestro país.

No voy a hablar de personajes ilustres que protagonizan grandes hazañas que dan la vuelta al mundo y que son merecedoras del elogio de todos (y la envidia de muchos). Quiero referirme a los actos simples, intrascendentes, aquellos que se dan en el día a día, cuyos protagonistas son personas comunes como usted o como yo.

Lo voy a hacer a través de una experiencia personal y cuyo final mereció que un amigo irónicamente comentara: “¡y cómo dicen que no hay gente buena!”.

Ayer tomé un taxi en las inmediaciones del hospital Regional Docente hacia el centro de la ciudad. No encontré a la persona que buscaba, y fue ahí que me percaté que no tenía el celular en la mano. Lo busqué sin éxito en mi cartera, hasta que recordé que lo había olvidado en el taxi.

Llamé a mi celular, y en pocos segundos me contestaron. Contrario a lo que podría esperar, el taxista, solícitamente, se ofreció ir a dejarlo hasta donde yo estaba. No sé por qué, pero le creí, a pesar de que unos amigos me dijeron que todo era en vano, que el taxista jamás llegaría.

Algo en mi interior me decía que sí lo haría, pero la razón por poco y me traiciona. Los minutos de espera se hicieron bastante largos. Ya ni recordaba la cara del taxista, sólo recordaba que el carro era amarillo (ja!, con los miles de ese color que circulan por Trujillo).

Pasaron 15 minutos y, ante los ojos incrédulos de los que me acompañaban, un taxi amarillo se estacionó, y el taxista me entregó el celular. Así sin más preámbulos, sin exigir nada a cambio.

Esto que para algunas personas podría resultar una acción correcta, para muchas no lo es. Tengo que confesar que me sentí feliz, no por haber recuperado el móvil, sino porque no me había equivocado, porque mi instinto no me había fallado al creer en la palabra de un extraño.

De él sólo se que trabaja en las afueras del hospital Regional Docente, pero ayer se encargó de darnos una lección a los que fuimos testigos de su acción, de recordarnos que no todo está perdido, que somos seres humanos y que debemos ayudarnos, sin esperar nada a cambio.

martes, 26 de agosto de 2008

La que más te ama













No se si soy una buena madre, creo que nunca lo sabré, pues nadie puede determinar con certeza sobre algo tan opinable, pero de lo que sí estoy segura es que te adoro como nadie, que te quiero más que a mi vida misma, pues tú eres mi vida, eres mi todo, mi razón de ser. Y cómo no amarte? Si eres la prueba auténtica del gran amor que nos tenemos tu papito y yo, si eres parte de mi carne, si te abrigaste nueve meses en mis entrañas. ¿Cómo no amarte, si tienes la carita más dulce, si tus lindos ojos pardos ejercen tal magnetismo que logran encandilar a cualquiera que tenga el privilegio de mirarte?

Tu trato con este mundo se inició hace unos pocos meses atrás. Los días previos a tu llegada estuve hecha un manojo de nervios. Confieso que fui cobarde y tuve miedo de enfrentarme a aquella dimensión desconocida llamada parto natural. Creo que fue esa la razón por la que mi presión arterial me jugó una mala pasada y, justo unos días antes de tu anunciada llegada, me advirtieron que debía pasar por el quirófano para tenerte.

Los días más largos de mi vida fueron aquellos que pasé echada en una cama de hospital. Me sentía impaciente, turbada, ansiosa de que aquella espera acabara lo más rápido posible para poder estrecharte en mis brazos y por fin ver la luz de tus ojos. No lograba concentrarme en nada, me daba pavor el pensar que pudiera ocurrirte algo, y todo por no estar físicamente bien. No me hubiese perdonado si te llegaba a pasar algo, y eso me intranquilizaba cada vez más.

El día D llegó sin mayores aspavientos. Nuestro encuentro se retrazó por culpa de un herido de bala a quien el médico de turno tenía que atender y, de acuerdo a sus prioridades, primero estaba él que nosotras. Los nervios se apoderaban de mí conforme se movían las agujas del reloj. Contrario a lo que esperaba, ver a tu padre cerca hacía aumentar mi nerviosismo. Una parte de mí deseaba que él estuviera conmigo, pero había otra que lo rechazaba, pues la incertidumbre y el temor que reflejaban su rostro me asustaban. Empujó la silla de ruedas hasta pocos metros antes de la sala de operaciones. Yo no podía hablar por la emoción y los nervios, y él no se atrevía a mostrarme el rostro por temor a que yo viera las lágrimas que lo invadían. Trató de darme fuerzas a través de un Te Amo, pero en ese momento sus palabras no surtían ese efecto en mí.


Con la esperanza de que al retornar seamos físicamente tres, recorrí con ilusión el corto espacio que me separaba de tu padre y la sala de operaciones. En todo momento trataba de tranquilizarme pensando en que por fin te vería y, gracias a Dios, poco a poco esos pensamientos me fueron aquietando. Cuando la anestesia iba causando mayores efectos en mi cuerpo, por fin llegaste tú, sellando con broche de oro miles de horas de espera, acabando con los momentos de zozobra, y confirmando que había valido la pena esperar tanto, con tal de disfrutar del privilegio de tenerte tan cerca. Nos mantuvieron alejadas por más o menos siete horas, mientras yo me recuperaba de todo lo que había pasado, y tú empezabas a adaptarte a este mundo que tu papito y yo quisimos que también fuera el tuyo.


La segunda vez que nos vimos no fue en las mejores condiciones, pero al menos sirvió para que nos fuéramos conociendo. Me sentía desesperar al verte llorar sin saber exactamente qué hacer. Mi instinto me llevaba a alimentarte, pero al parecer tú con cada sollozo preferías recordarme mi inexperiencia en esas prácticas. Fueron dos días los que pasamos así en aquella habitación del hospital, contando la noche que pasé literalmente sentada porque tú preferías seguir llorando.


La mañana del domingo llegó con la grata noticia de que nos iríamos a casa. No veía la hora de que estuviéramos juntas con tu papito, y eso ocurrió en la tarde. Fui dichosa al llegar contigo al lugar en el que tantas veces te había esperado. Fue así como me convertiste en la mujer más feliz, y fue así como llegaste a completar mi vida, mi niña linda.

Orgullosa de mi panza



La única vez que estuve orgullosa de tener una inmensa panza fue durante los meses que tú te albergaste en ella. Desde que supe con certeza que ibas a formar parte de nuestras vidas, empecé a esperarte con ansias y a estar pendiente de cualquier señal que pudieras transmitir.

Disfruté como nadie los nueves meses que estuviste conmigo dentro. Afortunadamente tu presencia no causó ningún estrago en mi organismo, pues soy de las pocas mujeres que no conoció las náuseas, vómitos, mareos, y todo los demás síntomas que trae consigo la condición de futura mamá.

Nuestra relación se fue haciendo cada vez más fuerte, más íntima conforme el calendario iba avanzando. Durante todo el día tenías que soportar mi trajín laboral, pero las noches, las noches eran sólo nuestras. Sin testigos, sin esfuerzos, sin movimientos bruscos, sin viajes, sin nada: sólo nuestras.

Mi panza se fue haciendo cada vez más grande, y a mi me encantaba exhibirla, tocarla; pero sobretodo, disfrutarla. Me encantaba ponerla debajo del chorro de la ducha. Sentir el agua tibia en mi panza era algo que esperaba con ansias todas las mañanas, antes de salir a trabajar. Me gustaba mirarla por largo rato hasta lograr que tú te movieras y ver cómo mi cuerpo se adaptaba a esos giros que dabas cada vez con mayor intensidad.

Recuerdo que disfrutaba tenderme en la cama, tocar mi cada vez más grande panza, y empezar a conversar contigo. A veces te contaba cómo me sentía, te hacía cómplice de la incertidumbre que me embargaba por todos los hechos desconocidos que alborotaban mi vida. Aunque, la mayoría de veces te hablaba de cuánto te esperábamos, de lo mucho que te queríamos tu papito y yo, y de lo importante que eres para nosotros. Te conté, aunque vagamente, porque no recuerdo los detalles, cómo es que decidimos llamarte María José; sobretodo, porque fue así como empecé a llamarte desde que supe que eras parte de mi.

Cuando mi panza empezó a hacerme sentir más pesada de lo que normalmente soy, una alegría mitigó las normales molestias que desencadena ese aumento del volumen del cuerpo, y es que empezaste a demostrar con pequeños golpes que escuchabas todo lo que te decía. Adopté la costumbre de tocarte y llamarte por tu nombre y no parar hasta que tú dabas pequeños toques de vida. Y esos momentos se convirtieron en los más sublimes de aquellos largos nueve meses. Las sensaciones que desencadenan esas pataditas te marcan para siempre, te hacen sentir viva, no puedes hacer más que derramar lágrimas de alegría que llegan a confirmar la felicidad de saber que das vida a un ser tan especial. Esos momentos sólo los puedo comparar con aquellos segundos cuando, acostada en la camilla de un consultorio, escuché por primera vez el fuerte palpitar de tu corazón. En ese instante mi músculo rojo también latía tan fuerte que parecía que no podría seguir quieto en su lugar y que en cualquier momento iba a salir corriendo para anunciar la felicidad que lo embargaba. Escucharte por primera vez, sentir tu vida dentro de la mía fue una experiencia única, desbordante, plena; llena de esperanza, de vida.

Durante los meses que te tuve dentro pasaron mil cosas por mi cabeza, las más insistentes eran las referidas a tu bienestar. No quería que nada te pasara, y evitaba cualquier cosa que pudiera ponerte en peligro. Pero todo aquello no significó ningún sacrificio, pues más fuerte, y más importante, era la dicha de saber que pronto te tendría en mis brazos, que eras parte de mí y que llegarías para completarlo todo…y lo mejor es que ocurrió tal como lo había imaginado.

Niña de mi vida






El 31 de diciembre del 2006 revolucionó mi apacible vida. Aquel día, más bien aquella memorable noche, fui consciente de tu existencia. Te habíamos esperado tanto, te habíamos soñado tanto que no podíamos creer lo que significaban aquellas dos líneas rojas.

Todo transcurrió en contados minutos, y desde que confirmé que tú estabas dentro de mi, nada ha vuelto a ser igual. Pasé nueve largos meses esperando con ansias tu llegada, comprarte algo para ti se convirtió en una delicia; y pensar en ti era la razón que dominaba mis días.

Tuviste el don de lograr que las visitas al ginecólogo pasaran de ser una tortura –así las consideraba antes de saber de ti- a ser el momento más deseado del mes, pues era el único modo de verte, de asegurarme que estabas creciendo bien. Poco a poco aprendimos a comunicarnos, a sentirnos unidas, y ansiosas por vernos frente a frente.

Nuestro primer contacto ocurrió en una pequeña sala, cuando aún me dominaban los efectos de la anestesia que me aplicaron para que tú pudieras estar conmigo. Aún recuerdo ese primer encuentro. Estabas tan frágil, con tus puños cerrados, los ojos cansados, pero –quiero imaginar- feliz de ser parte de nuestras vidas. Lo primero que hice fue darte un beso y decirte: Gracias nena, al fin estamos juntas.

Ese momento fue mágico. Durante muchas noches había tratado de imaginar tu cara, pero todo fue tan diferente al verte ahí junto a mí. Te veías tan pequeñita, pero a la vez, tan grande, inmensa, capaz de cambiar la vida de todos los que iban a formar parte de la tuya.

Adaptarme a ti me resultó fácil, incluso no me importó mucho el dolor que sentía cada vez que tenía que alimentarte, aunque debo reconocer que más de una vez lloré y sufrí por eso. Pero ahí estabas tú para compensar cualquier dolor.

Recuerdo que desde que llegaste a este mundo, adoptamos la costumbre de fotografiarte. Era la única forma de perennizar en el tiempo cada movimiento, cada llanto, cada sonrisa, que se fueron convirtiendo en motivos fehacientes de saberte mía, de tenerte cerca.

Aún tengo intacto en mi memoria el momento en que por primera vez te miré a los ojos, pero sin darme cuenta ya has crecido, estás dejando de ser esa pequeñita frágil que aún adormecida tomé en mis brazos, y te estás convirtiendo en una nena vivaz, que me derrite con la mirada, y por quien sería capaz de todo. Pues, tenerte en mis brazos, saber que formas parte de mí, que eres mi vida; es la experiencia más sublime que hasta el momento he podido alcanzar; y eso no lo cambiaría por nada. Te has convertido en lo más importante de mi vida, en mi motor y motivo, como dice la letra de una canción que le gusta a tu papito.

Desde que estabas en mis entrañas te las has ingeniado para disponer de mi voluntad, y jamás he podido resistirme a la presión que ejerces sobre mí. Sólo con mirarme con aquellos bellos ojos eres capaz de cambiar mis días, de transformar mi vida.
Dicen por ahí que ser madre es la realización perfecta de toda mujer, y razón no les falta a quienes pregonan eso, pues tú has llegado para colmar de felicidad las cuatro paredes en las que vivimos y que poco a poco se fueron convirtiendo en un verdadero hogar; más aún cuando supimos que estabas en camino. Eres como la línea más importante que le faltaba a nuestra historia de amor…aunque estoy segura que eres mucho más que eso, pues eres la niña de mi vida.